Se nos mueren las vacas
de sed, de recuerdo...
se nos mueren las cosechas
de abandono, de letargo...
la historia, se detiene en la sequía,
se derrama con el polvo;
y así, muy quedo, en sigilo
se nos escapa la esperanza.
La tierra es un seno,
un vientre... una mortaja:
seca, rota y afligida;
pare con dolor a nuestros niños;
y resguarda tumbas cercanas
en un crónico alud
de huida y recuerdos.
Las manos se vuelven polvo,
acalladas de agonía,
heridas de singulto,
con cayos de amarga anatema...
de sus uñas un grito,
un duelo insensato
se esparce por el aire
que abrasa los pulmones
del ayer, de aquel pretérito.
Resuenan las lágrimas del trigo,
del maíz, el chile y la calabaza;
cómo crujen las nubes su insomnio,
su frialdad, su falta de perdón,
su ausencia muerta, su memoria...
la poca contrición de sus lenguas
que no emancipan un solo vocablo;
ni una gota de su sangre se sublima
para darle pie de nuevo al cultivo.
Esto sucede en las cumbres boreales:
se agota la respiración,
se nos mueren las vacas...
del otro lado, en la selva, en el austro,
el cielo llora la agonía heredera;
allá, se nos ahogan las lágrimas,
se cubre el sol con un poco de lodo,
con nada de pan, con nuestra sangre.
Los pies se truncan,
los caminos atisban el espíritu;
sus rocas furtivas penetran las ideas,
laminan párpados y ojos...
el agua, se vuelve menos fuego,
menos risa, menos nada
y así, insonoros, sin piedad
se extravía en el torrente del río,
el dolor que de a poco nos sofoca.
Se nos mueren las vacas,
se nos ahogan las lágrimas,
y sin saberlo nosotros,
nos perdemos en las frases
de un periódico, de un poeta,
en el sonar de una bocina,
en la imagen de una caja...
nos entierran sin consuelo,
nos ahogan, nos suprimen...
en el olvido, en el insomnio
se nos escapa la esperanza.